Orar contemplando la creación (P. Pedro Barrajón l.c.)

La época de vacaciones es normalmente un período en el que tenemos más tiempo para estar en contacto con la naturaleza. Con frecuencia el ritmo frenético de la vida y del trabajo cotidiano no nos deja la mente libre para momentos de contemplación de la creación. En la Edad Media los teólogos hablaban de la posibilidad de encontrar a Dios a través la lectura de dos grandes libros, el libro de la revelación, la Sagrada Escritura, y el libro de la creación. El alma humana es sensible a la belleza ínsita en la creación, queda fascinada por hermoso paisaje, se serena contemplando una puesta de sol. Contemplar la naturaleza nos sitúa en un ámbito que podríamos llamar “metafísico”, nos pone “más allá” de las preocupaciones empíricas de todos los días y nos deja la posibilidad de estar con nosotros mismos en sintonía con la majestuosidad y la serenidad de lo creado.
La contemplación de la naturaleza nos ayuda a orar porque nos da serenidad, nos da la posibilidad de contemplar la grandeza de Dios y de reconocer la propia finitud. En primer lugar nos da serenidad. Quedarse mirando un momento un bosque, las estrellas en la noche o el movimiento de los animales en los campos, nos aleja de esa convulsión que vivimos con frecuencia cuando estamos presionados por los horarios, los deberes, las preocupaciones. Quedarse un momento contemplando la naturaleza creada por Dios deja en el alma un poso de quietud, de paz, de serenidad, de armonía, que tanto necesitamos para vivir de modo sano y equilibrado. Se trata, sí, de una paz física, pero también espiritual, de un sentimiento profundo de armonía profunda de nuestro ser. Y la quietud del alma es una condición importante para poder orar.
Contemplar las maravillas de la creación también nos ayuda a contemplar en ella la gloria de Dios: “Los cielos narran la gloria de Dios” (Sal 19, 1). A través de la belleza de lo creado, la mente y el corazón se elevan de modo espontáneo hacia el Creador de todo lo que existe y surge en el alma un deseo de adorar, de agradecer, de contemplar como en éxtasis a Aquel que es el origen supremo de todo cuanto existe. ¡Cuántas veces la contemplación de lo creado nos ha sugerido acercarnos más a Dios, tenerlo más presente en nuestras vidas, agradecer su ayuda o incluso reconciliarnos con Él o con nuestro prójimo!
Y finalmente también contemplar la naturaleza nos pone de manifiesto nuestra propia pequeñez delante de la inmensidad de lo creado; nos recuerda una verdad fundamental en la vida cristiana, tantas veces olvidada, la de reconocer con sencillez que también nosotros somos creados, que somos limitados y finitos, que vivimos pendientes del soplo creador de quien quiso llamarnos de la nada a la existencia. ¡Cómo nos pone en sintonía con la verdad de nuestra existencia reconocernos pequeños y limitados, pero al mismo tiempo saber que somos parte privilegiada de esta maravillosa sinfonía de la creación! ¡Qué bello es poder decir con el salmo: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que Tú fijaste, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de Él, el hijo de Adán para que lo cuides? Lo has hecho poco inferior a los ángeles, lo has coronado de gloria y esplendor; lo hiciste dueño de las obra de tus manos, todo lo has puesto bajo sus pies. ¡Oh Señor, Dios nuestro, qué glorioso eres sobre toda la tierra” (Sal 8, 4-7.10).  En este período de vacaciones, aprovechemos algún tiempo para contemplar, para estar con el Señor del cielo y de la tierra, para elevar nuestra alma y agradecerle el haber creado el mundo y el don de nuestra existencia.

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