Reflexión de nuestro Consiliario P. José Antonio Iniesta

Buenos días:

Sí, buenos días. Precisamente, en estos momentos, quisiera que esta salutación, del todo habitual entre nosotros, cotidiana en nuestros usos comunes, hoy resonase con especial intensidad. Buenos sean los días que el Buen Dios, en su infinita e inescrutable Bondad y Providencia, nos quiera deparar como fruto de una fidelidad derramada a sus pies, regada tantas veces con las lágrimas de la más sincera compunción o por la crueldad de la incertidumbre y el dolor, y que, sembradas en su Corazón, prometen amaneceres eternos de Luz sin ocaso y Vida sin sombra de muerte.

Llegamos a este primer jueves de mes, en los umbrales de la Semana Santa. Oscuras circunstancias nos separan físicamente a los unos de los otros, quizá para hacernos más vitalmente conscientes de esa otra, real, porque quizá sea la más genuina cercanía que el creyente pueda experimentar; aquella de la que se goza al calor del Corazón del Redentor, empapadas nuestras almas en sus mismos sentimientos y refugiadas nuestras débiles esperanzas en el hogar de su pecho.

He querido compartir con vosotros la instantánea de esa blanca luz que envuelve y señala la presencia del Buen Jesús en el Tabernáculo de nuestra querida Cripta. Verdadera Casa del Pan, hogar de los hijos y fuente inagotable de Piedad y Misericordia, el Sagrario es, por ventura y bendición de Dios, por Bienaventuranza, feliz puerto de llegada y remanso de Paz al que yo hoy os quiero traer.

“Quédate en casa”, es la común invitación a la que responsable y esforzadamente respondemos en estos días de prueba, dolor y aflicción para nuestro Pueblo. Como en un antiguo y entrañable relato de niñez, caminamos en la noche del tiempo, temeroso nuestro corazón y arropados por oscuros aullidos de desventura y lobunos augurios nuestros sueños; y es entonces cuando a los lejos se adivina la luz de un hogar, la cierta esperanza del refugio, el calor y el consuelo. Los cuentos, cuando son escritos por la mano de Dios, se convierten en Historia de Salvación, y las casualidades, en Providencia; y es así, que aquí tenemos esa Casa bendita, que despide olor a Pan, que embriaga de consuelo nuestro interior y que nos abre, en la angostura de unas Llagas, las puertas del Cielo. Pasemos a casa y pidamos hospedaje a los brazos del Amor.

En estos días vamos a recordar, haciéndolos presentes entre nosotros, los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios. De manera del todo singular, este año se nos va hacer más patente el abrazo de Dios con los débiles miembros de una Humanidad sufriente. Miraremos su Cruz y sentiremos la redentora dicha de compartir sus mismos clavos, y aquellas espinas volverán a escribir, en su mente y memoria, nuestros nombres.

“Tú que callas, ¡oh Cristo! para oírnos, oye de nuestros pechos los sollozos; acoge nuestras quejas, los gemidos de este valle de lágrimas” (Miguel de Unamuno).

Él se queda en casa, permanece silente en nuestros pechos; ahora quizá tan necesario y, a un tiempo, más solo que nunca, en nuestros sagrarios. Fiel y compasivo, acude a su cita con el drama de nuestra existencia. Revestido de pobreza y anónimo tras el rostro del sufriente, velado en nuestras lágrimas y ardiente en la Esperanza que nos sostiene, vuelve a hacer de nuestro humilde suelo, antesala del Cielo; de nuestros costosos y empinados repechos, laderas de su Calvario, y al fin, de nuestras ilusiones, regadas con el llanto y sostenidas por la súplica, amanecer de su Pascua Eterna.

Sabeos, de mi gratitud, recuerdo y oración, a los pies del Señor presente en la Santísima Eucaristía. Patente el sufrimiento de nuestros semejantes, el destino feliz de los difuntos, el consuelo en la Esperanza de los abatidos, y también el piadoso deseo de consolar el Corazón de Aquel que se quiso quedar en la humilde casa del tiempo, aun siendo Señor de la Eternidad, como siervo y médico de los cuerpos y las almas.

¡Sea por siempre bendito y alabado!

Recibid mi afecto y bendición.

 P. José Antonio Iniesta

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