Inmaculada Concepción

«𝐘𝐎 𝐒𝐎𝐘 𝐋𝐀 𝐈𝐍𝐌𝐀𝐂𝐔𝐋𝐀𝐃𝐀 𝐂𝐎𝐍𝐂𝐄𝐏𝐂𝐈𝐎́𝐍» (𝐏𝐚𝐥𝐚𝐛𝐫𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐢𝐝𝐞𝐧𝐭𝐢𝐟𝐢𝐜𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐕𝐢𝐫𝐠𝐞𝐧 𝐝𝐞 𝐋𝐨𝐮𝐫𝐝𝐞𝐬).

Nos dice el libro apócrifo del “𝐍𝐚𝐜𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐌𝐚𝐫𝐢́𝐚” que los padres de María, “que vivían en Nazaret guardando piadosamente la ley de Moisés», siendo de edad muy avanzada, no tenían hijos. Joaquín, según la costumbre de la ley, realizaba ofrendas a Dios en el templo de Jerusalén. Un día, el Sumo Sacerdote Isacar, que estaba aceptando las ofrendas de una muchedumbre de personas, no quería aceptar los dones ofrecidos por Joaquín, diciéndole: «No es correcto aceptar tus dones como si se trataran de las ofrendas de un verdadero israelita, ya que vosotros no tenéis hijos, no habéis sido bendecidos por Dios, posiblemente como consecuencia de algún tipo de pecados”.

Joaquín, con profunda humildad, aceptando esta acusación como si fuera de la boca del mismo Dios y con profunda tristeza, salió del templo. Con el corazón dolorido, reconociéndose indigno no sólo de permanecer a la vista de la Casa de Dios, sino también para volver a su casa, se retiró al desierto donde estaba pastando su ganado. Pasó cuarenta días ayunando y haciendo penitencia y entre lágrimas y oraciones imploraba al Señor que le perdonase todos sus pecados, a fin de eliminar su deshonra en Israel y para que Dios lo bendijese en su vejez con el nacimiento de un niño.

Una tristeza inefable golpeó también el corazón de Ana cuando ella se enteró de la desgracia ocurrida a su esposo ante el altar de Dios, delante de numerosos hijos de Israel en el día de la gran fiesta del Señor. Ella misma fue acusada por todos, que la culpaban de los pecados de todas las esposas israelitas, indignas de ver incluso la luz de Dios. Ella también se confinó en su habitación y ayunando y haciendo penitencia, entre suspiros y lágrimas, suplicaba al Señor tanto de día como de noche, implorando sobre todo por el bien de su esposo y solicitando que se alejase de ellos la maldición de la esterilidad y que Dios les bendijera con un fruto en su vientre.

Estando sola en su jardín, bajo la sombra de un laurel, Santa Ana vio un nido de pájaro y cómo la madre alimentaba a sus polluelos que aun no volaban. Ella pensó que en la naturaleza, todas las criaturas daban a luz, bendiciendo así al Señor: las aves del cielo, los animales del bosque e incluso los árboles dando frutos muy diversos, quedando ella sola privada de la felicidad y de las bendiciones de Dios. Y entonces, con más fervor aun, Santa Ana comenzó a orar y el Señor escuchó su llorosa plegaria.

Oyó la voz de un ángel que le decía: «𝐃𝐢𝐨𝐬 𝐭𝐞 𝐡𝐚 𝐜𝐨𝐧𝐜𝐞𝐝𝐢𝐝𝐨 𝐞𝐥 𝐝𝐞𝐬𝐞𝐨 𝐝𝐞 𝐭𝐮 𝐨𝐫𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧: 𝐜𝐨𝐧𝐜𝐞𝐛𝐢𝐫𝐚́𝐬 𝐲 𝐝𝐚𝐫𝐚́𝐬 𝐚 𝐥𝐮𝐳 𝐚 𝐮𝐧𝐚 𝐡𝐢𝐣𝐚 𝐬𝐚𝐧𝐭𝐢́𝐬𝐢𝐦𝐚, 𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐜𝐮𝐲𝐚 𝐩𝐫𝐞𝐬𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐭𝐨𝐝𝐨𝐬 𝐬𝐞 𝐚𝐫𝐫𝐨𝐝𝐢𝐥𝐥𝐚𝐫𝐚́𝐧 𝐲 𝐛𝐞𝐧𝐝𝐞𝐜𝐢𝐫𝐚́𝐧 𝐩𝐨𝐫𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐭𝐫𝐚𝐞𝐫𝐚́ 𝐥𝐚 𝐬𝐚𝐥𝐯𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐝𝐞𝐥 𝐦𝐮𝐧𝐝𝐨; 𝐬𝐮 𝐧𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞 𝐬𝐞𝐫𝐚́ 𝐌𝐚𝐫𝐢́𝐚”. Complacida por el anuncio celestial, Ana subió corriendo a Jerusalén para derramar ante el Señor todo su agradecimiento y toda la alegría que inundaba su corazón.

Al mismo tiempo, el mensajero celestial se reveló a Joaquín mientras este estaba llorando y orando en el desierto y le hizo el mismo anuncio gozoso, confortándole con sus palabras y ordenándole que fuera a Jerusalén, a donde regresaría con su esposa. Ante las puertas del templo de Dios, los dos esposos se reunieron gozosos y con una sola voz glorificaban y agradecían una y otra vez al Señor Dios, prometiéndole consagrarle su prometida hija. Pronto, después de regresar a su hogar, los piadosos esposos vieron cumplida la promesa divina: Santa Ana concibió en su seno y «𝐜𝐨𝐦𝐞𝐧𝐳𝐨́ 𝐚 𝐜𝐫𝐞𝐜𝐞𝐫 𝐥𝐚 𝐯𝐚𝐫𝐚 𝐝𝐢𝐯𝐢𝐧𝐚, 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐛𝐫𝐨𝐭𝐨́ 𝐥𝐚 𝐟𝐥𝐨𝐫 𝐦𝐢𝐬𝐭𝐞𝐫𝐢𝐨𝐬𝐚 𝐝𝐞 𝐂𝐫𝐢𝐬𝐭𝐨, 𝐞𝐥 𝐂𝐫𝐞𝐚𝐝𝐨𝐫 𝐝𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐨”. 𝐇𝐚𝐬𝐭𝐚 𝐚𝐪𝐮𝐢́ 𝐥𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐝𝐢𝐜𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐞 𝐋𝐢𝐛𝐫𝐨 𝐚𝐩𝐨́𝐜𝐫𝐢𝐟𝐨.

Ya en plena era cristiana uno de los temas más espinosos en la historia de la teología ha sido el cómo fue concebida María, o sea, el tema de su Inmaculada Concepción, ya que la creencia no sólo de una concepción virginal de Jesús en el seno de María sino de la misma concepción de la Virgen en el vientre de Ana sin pecado original, defendida por los “𝐢𝐧𝐦𝐚𝐜𝐮𝐥𝐢𝐬𝐭𝐚𝐬”, ha sido debatida a lo largo de los siglos y por muchos no aceptada, los llamados “𝐦𝐚𝐜𝐮𝐥𝐢𝐬𝐭𝐚𝐬”. Además, fue uno de los caballos de batalla de la reforma protestante de Lutero.

Aunque desde antiguo había sido asumida por una parte importante de la Iglesia, su proclamación formal se hizo por el Beato Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 con su bula “𝐈𝐧𝐞𝐟𝐟𝐚𝐛𝐢𝐥𝐢𝐬 𝐃𝐞𝐮𝐬”, que llegaba tras la solicitud histórica de la monarquía española por el reconocimiento oficial de este privilegio mariano. Este llegó a convertirse en un asunto de orden público, donde se sucedían desde el siglo XII los enfrentamientos entre aquellos que defendían que la Virgen María estaba exenta del pecado original y los que creían que esto no tenía fundamento.

Tal polémica estaba instalada no sólo en las aulas universitarias y en los púlpitos de las iglesias, sino que provocaba incidentes sangrientos en las calles que eran alentados por las distintas órdenes religiosas que se alineaban en uno u otro bando. Entre ellos, los franciscanos fueron los más fervientes “inmaculistas”, defensores de la Inmaculada, especialmente el Beato Juan Duns Scoto, pero también destacaron desde el clero y otras órdenes religiosas, personajes como San Pedro Pascual, San Vicente Ferrer y San Luis Bertrán, aunque los dominicos fuesen “maculistas”.

Muchas universidades europeas fueron firmes defensoras de la devoción a la Inmaculada Concepción: Colonia, Paris, Maguncia, Viena, Valencia… El rey Felipe III, a instancias del cardenal Gaspar de Borja, que se había formado bajo la influencia del también “inmaculista” San Juan de Ribera en su palacio arzobispal, obtuvo el 12 septiembre de 1617 del Tribunal del Santo Oficio un decreto ordenando silenciar a los “maculistas”. El papa Gregorio XV, en el año 1622, publicó el decreto “𝐒𝐚𝐧𝐜𝐭𝐢𝐬𝐬𝐢𝐦𝐮𝐬”, que confirmaba esa prohibición y autorizaba a los defensores de la Inmaculada a difundir la suya. Parece ser que la ciudad de Valencia fue la primera en tener noticia de este decreto gracias al hermano del cardenal de la curia y por ello, pudo haberla celebrado antes que ninguna otra. Con motivo de esta, el claustro universitario de Valencia ratificó su voto a la Inmaculada Concepción, que de nuevo reiteró cuando Alejandro VII publicó la constitución “𝐒𝐨𝐥𝐢𝐜𝐢𝐭𝐮𝐝𝐨 𝐨𝐦𝐧𝐢𝐮𝐦 𝐄𝐜𝐜𝐥𝐞𝐬𝐢𝐚𝐫𝐮𝐦” en el año 1661.

Es propio también de la tradición española el saludo del “𝐀𝐯𝐞 𝐌𝐚𝐫𝐢́𝐚 𝐏𝐮𝐫𝐢́𝐬𝐢𝐦𝐚, 𝐬𝐢𝐧 𝐩𝐞𝐜𝐚𝐝𝐨 𝐜𝐨𝐧𝐜𝐞𝐛𝐢𝐝𝐚”. Los españoles, sus reyes, su clero y todo el pueblo fiel fueron durante siglos firmes defensores de la tradición “inmaculista” y esto se vio recompensado cuando España y, consecuentemente, todos los países hispanoparlantes recibieron el privilegio de utilizar el color azul celeste, que simboliza pureza y virginidad, en la liturgia del día de la Inmaculada, su octava y en el resto de las fiestas marianas, siempre que sean autorizadas por las respectivas conferencias episcopales. Este privilegio que se le concedió por decreto a España, fue por su defensa y propagación de la devoción a la Inmaculada Concepción de María, ya que los reyes españoles, no solo pusieron a España bajo su patronazgo, sino que en multitud de ocasiones solicitaron a los Papas que definiesen el dogma.

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