Carta de una pequeña Cruz de metal a una joven

Entre tus manos

Cada ­­­­mañana me miras, incluso me besas y yo no entiendo del todo por qué. Soy un trozo de metal, soy pequeño y muchas veces estoy frío. Pero a ti eso no te importa, me sostienes en tu mano y me calientas. Para ti tengo un significado importante, y puede que otros no lo entiendan, pero tú sí. Te podría decir que incluso me quieres, porque me ves y te acuerdas de mí, que estoy Arriba, pero que también estoy dentro de ti, y mi Rostro está en tus amigos, en tu familia, en la gente que sufre, en los tristes y en los marginados. También estoy en la Iglesia que está al lado de tu casa, sí, aquella grande que está doblando la calle y donde intentas encontrarte conmigo, menos veces de las que te gustaría o de las que te pide tu interior.

Sí, soy tu pequeña cruz que tienes en el escritorio. Recuerdo que me llevaste contigo a las aguas del mar de Galilea, en Jerusalén, y por un momento tuviste miedo de que el agua me oxidase. Pero no fue así, porque el mar de Galilea contiene esas mismas aguas donde hubo milagros y tú sabes bien que todo lo que viene de mí purifica, no ensucia, ni daña. Me volviste a guardar delicadamente en la mochila, siempre a buen recaudo, metiéndome en compartimentos donde me sienta segura y protegida, donde no me pueda perder. Me cuidas muy bien, pero no tanto como yo a ti.

Me acuerdo cuando hace ya casi más de un año que estabas muy triste. Entonces me llevabas en el interior de tu mano que ocultabas en el bolsillo de esa cazadora negra que tanto te gusta. Mis extremidades te hacían daño, me apretabas tan fuerte que se te clavaban en tu palma de la mano, pero imagino que eso no te importaba, porque sentías mi compañía, tanto como si estuviera físicamente a tu lado. Me mirabas, me mirabas en la Cruz, crucificado, y te reflejabas en mi sufriendo. Pero yo te susurraba que el dolor no es lo último, que tiene un sentido, incluso que puede nacer de ahí belleza, como ocurrió con mi Resurrección, y eso te pasó, cuando dejaste que te acompañase en tu largo padecer.

De esa mala época nos fuimos hasta Italia, me metiste en tu maleta junto a muchas ilusiones pero también muchos miedos de estar sola tanto tiempo por primera vez lejos de tu casa. En Verona me tenías en tu escritorio, y ya no me llevabas a la calle. Me pasé meses en tu cuarto, en este cuarto tan acogedor con un gran ventanal por donde se colaba la luz y donde te asomabas y todo eran árboles. Quizá no te acuerdas, pero desde la mesa te observaba, te soplaba compañía y tranquilidad, y te hacía sentir como en casa a pesar de que estuvieras tan lejos de tu familia.

Ahora sigo en tu escritorio, en Madrid, y te acompaño aunque a veces no te acuerdes. Noto cuando estás muy contenta, cuando acudes a mí para darme gracias por lo bueno del día, pero también sé cuando estas triste, y cuando acudes a mí para aliviarte.

Beatriz Azañedo Jaraiz, joven de Amistad en Cristo con María

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s