Reflexión al Evangelio lunes 8 de mayo

San Juan 14, 21-26
 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
Le dijo Judas, no el Iscariote: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?».
Respondió Jesús y le dijo: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».
 
1.  “Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió”. Cristo es el Verbo, la Palabra hecha carne, que se revela por medio de su vida, sus milagros, su predicación. Esa Palabra la recogen después los Evangelista, y nosotros la veneramos por lo que es: Palabra de Dios.
La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo, cuando la encontramos nos produce un efecto análogo al que experimentaron los discípulos de Emaús. Las Escrituras hablan de Cristo, y atender a lo que dicen es atender a Cristo. Por eso, algunas palabras de la Escritura nos han herido para siempre con una herida de amor, como espada que llega hasta el corazón.
El misterio que proclaman las Escrituras es el de una Persona viva, Cristo. Para compartir su vida hay que tratarle en la Palabra y en el Pan, como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado .
“Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida” (Jn 6, 63), dice el Señor. No nos comunica algo que simplemente debemos entender, quiere convertir nuestro corazón, para que podamos compartir su vida. Y con ese fin nos dirige su palabra: para levantar la miseria del hombre y disponerlo a un coloquio de iluminación y de amor, a la confianza absoluta ante las tareas aparentemente imposibles o difíciles, a las que no llega la fuerza de la criatura. Unirnos al Señor es posible si acudimos a la Eucaristía y a la Escritura. Pan y Palabra: Amor. El Verbo revela el Amor de Dios que quiere reunimos a todos, para que seamos uno con Él y en Él. La relación personal que quiere entablar con nosotros nace de su Amor. Por eso, hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Jn 6, 69-70).
 

  1. Si somos humildes y no ponemos obstáculos, el Espíritu Santo nos transformará, porque la Palabra de Dios es viva y eficaz; ¡qué hermoso querer escucharle, saber buscar su voz! El Señor no suele imponerse, y su palabra llega a nosotros sin aparato ni complicaciones; se presenta normalmente en movimientos del alma, en intuiciones e inspiraciones que invitan a aprovechar una ocasión u otra para dejarse querer y devolver amor por Amor. Con frecuencia, Dios no se nos manifiesta en el viento fortísimo que parte las rocas, ni en el fuego que todo lo consume, sino en la brisa suave, perceptible para quien está atento.
    Evitemos la tendencia a rodearnos siempre de ruido, como si fuese necesario poner música nada más entrar en un coche, o durante las comidas o el trabajo. Esto podría ocasionar una falta de recogimiento; lo que no facilitaría la vida contemplativa y, en algunos casos, llegaría quizá a denotar cierta carencia de peso interior, de altura humana y sobrenatural.
    Cristo nos enseña a amar a Dios Padre y a los demás. Vivir con este afán lleva a estar en condiciones de alcanzar la bienaventuranza eterna. Por eso, si aceptamos su llamada, comprobaremos que sus palabras son verdaderas: palabras de vida eterna. Nos llevan a mirar a los demás, a encargarnos de que, en todas las circunstancias de lugares y de épocas, arraigue, germine y dé fruto la palabra de Dios.
    El mensaje de Dios es fecundo: suscita en muchas almas afanes de entrega y fidelidad. La vida de los que sirven a Dios ha cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven -sin saberlo quizá- por ideales nacidos del cristianismo. De ahí que sea importante saber reconocer lo que supone para cada uno la Palabra de Dios.
     
  2. El lugar singular de la Palabra en nuestras vidas, y su centralidad objetiva en la Revelación se manifiesta de modo particular en la liturgia; no en vano la Iglesia “desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma” (Vaticano II, Constitución. Sacrosanctum Concilium. n. 14) ¿Cómo podemos fomentar ese tipo de participación en la Liturgia de la Palabra? La conciencia de lo que es verdaderamente la Palabra de Dios, y de lo que supone recibida, nos moverá a escuchada con respeto, y a proclamada en la Santa Misa con la solemnidad debida. 
    Obra de Cristo, acción de la Iglesia, la Liturgia de la Palabra nutre la fe de los participantes. El leccionario y el evangeliario son signos de la Palabra de Dios. Por esto son venerados con solemnidad: procesión, incienso, luz, especial lugar del anuncio. Se cuida la lectura, para que sea audible e inteligible. Al estar en pie para escuchar el Evangelio, nos unimos a la victoria de Cristo resucitado y mostramos nuestro respeto hacia la Palabra de Dios; es mucho más que oír una noticia importante, pues esta Palabra nos eleva hacia lo alto y exige el valor de seguirla, de hacerla penetrar en nuestra vida.
    Benedicto XVI enseña que “la celebratio es oración y coloquio con Dios, de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración es que el sacerdote entable realmente este coloquio (…). Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la santa Misa (…) son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios».
    «La gente -continúa el Santo Padre, refiriéndose al modo adecuado de celebrar- percibe si realmente nosotros estamos en coloquio con Dios, con ellos (…); o si, por el contrario, sólo hacemos algo exterior. El elemento fundamental de la verdadera ars celebrandi es, por tanto, esta consonancia, la concordia entre lo que decimos con los labios y lo que pensamos con el corazón».
    Esta concordia entre lo que se dice y lo que se piensa, se plasma en la adecuada proclamación de las palabras. «Cuando yo era profesor en mi patria -es un recuerdo que Benedicto XVI rememora con un fin pedagógico-, a veces los muchachos leían la sagrada Escritura, y la leían como se lee texto de un poeta que no se ha comprendido». Para hacerlo correctamente, los lectores deben saber cómo han de anunciar, y para ello «es preciso haber entendido el texto en su dramatismo, en su presente” (Respuesta del Papa a los sacerdote. Castelgandolfo, 26 de septiembre de 2006).
    Todos los Evangelios, en efecto, nos llevan a vivir de nuevo la Pasión de Jesús, nos introducen en el Calvario, nos hacen entrar en el drama del pecado y, por la misericordia divina, en la gloria de la resurrección.
    La liturgia nos enseña de un modo vivo el sentido de la lectura de la Sagrada Escritura y la respuesta que debe suscitar su escucha: esas palabras fueron escritas para que correspondamos al amor de Dios, manifestado en Cristo, y reconocido por nosotros, en acción de gracias y para alabanza de su gloria, porque es Dios quien triunfa en los corazones de quienes responden a su llamada.

La paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, custodie sus corazones y sus pensamientos, en el conocimiento y en el amor de Dios y de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Y la bendición de Dios todopoderoso, del Padre, del Hijo  y del Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y permanezca para siempre.

Padre Javier Miras

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