Que alegría cuando me dijeron vamos a… nuestra cita semanal alrededor del Altar todos unidos en ese trocito de Cielo que es la Eucaristía. No somos nosotros… eres Tú, Jesús amado quien vive y reina en nuestros corazones.
«En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece a sí misma. He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don (las ofrendas), carente de valor, se ha convertido en el don perfecto para el Padre. Jesús, no se da solo en el pan y el vino, nos toma también a nosotros y nos cambia (místicamente, no realmente) en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su don de amor al Padre. En ese pan y en ese vino estamos también nosotros: En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece a sí misma». San Agustín.
Oh buen Jesús, la Iglesia se ofrece contigo al Padre, y yo con la Iglesia. Haz que todo mi comportamiento sea agradable al Padre y así mi ofrecimiento sea realmente fructífero. Gracias, Jesús, gracias eternamente. AMEN
Concha Puig
Evangelio según San Juan 14, 15-2
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros.
No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.
Gloria a Ti Señor
Comentario:
- ¡Qué consolador es escuchar esas palabras de labios del Señor!: “No os dejaré huérfanos”. Sentir la orfandad, la soledad es una de las sensaciones más tremendas de la vida. Seguramente la has experimentado en alguna ocasión, y el recuerdo no es nada agradable. Sentir el calor de un hogar, de unos padres, de una familia es tan humano y tan necesario, que sin él no podemos vivir.
El mensaje de Cristo, resumido en el doble mandamiento del amor, tiene una fuerza de atracción muy grande y llena el corazón humano. Sin embargo, en algún momento de nuestra vida, hemos comprobado quizá que vivir la caridad en cualquier circunstancia no es siempre una tarea sencilla. Amar a todos los hombres puede parecer un hermoso ideal que, en la práctica, acaba chocando con los roces ─pequeños o grandes─ que surgen en la convivencia diaria. Cuando sufrimos una falta de atención, una injusticia o un desplante resulta fácil reaccionar buscando, cuando menos, rehuir el trato con quien ha sido la causa del disgusto. Y no es difícil encontrarse con personas profundamente marcadas por una grave injusticia, tal vez proveniente de alguien de quien no esperaban ningún mal. En definitiva, la vida es rica en situaciones que muestran cómo el precepto de la caridad, desde el punto de vista humano, podría parecer irrealizable en la práctica.
El testimonio de los santos muestra que no es así. Cristo nos sigue pidiendo que amemos a todos los hombres, incluso a quienes nos persiguen; y también nos ofrece los medios: en primer lugar su propio Amor, el Espíritu Santo que testifica que somos hijos de Dios (Cfr. Rm 8, 38-39). Tal vez ahora sea un buen momento para contemplar en la vida y en las Cartas del Apóstol de la Gentes, cómo ese don fructifica en el cristiano, cómo se manifiesta y cómo crece. La experiencia de San Pablo puede ser un estímulo para descubrir dónde está la raíz de la verdadera caridad, de esa caridad operativa que lleva a complicarse la vida por los demás.
San Pablo era consciente de que la caridad tiene su origen en Dios y se ha realizado de modo pleno en Jesucristo. Por eso podía escribir a los romanos que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro (Cfr. Rm 8, 16).
La caridad es, ante todo, una virtud sobrenatural; un don de Dios, por el que le amamos “sobre todas las cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios” (Cfr. 1 Tes 1,4; 2 Tes 2, 13; Col 3, 12). Por eso, el fundamento de nuestra caridad, lo que mueve nuestras acciones, y la fuerza que sustenta los actos de entrega hacia los otros, reside en último término en el mismo amor que Dios nos tiene.
- Si la persona de Jesucristo es el colmo del amor de Dios, sólo en el encuentro con Cristo el hombre puede descubrir la plenitud del amor. Así ocurrió en el caso de San Pablo. Entendió que no hay nada comparable al amor que Cristo ha demostrado con su muerte en cruz, hasta el punto de que su vida no tuvo otro sentido que identificarse con Jesús: la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Cfr. Gal 2, 20). San Josemaría nos enseñó muchas veces a contemplar ese amor de Jesús en la cruz. En Vía Crucis leemos: “Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte” (Vía Crucis, XI estación).
¿Cómo ser más conscientes del amor que Jesús nos tiene? En realidad, es difícil encontrar alguien que muera por un hombre justo. Quizá alguien se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5, 6-8). ¡Qué panorama nos presenta el Apóstol! Es verdad que él no debía caber en su asombro cuando meditaba que Jesús lo había amado por encima de todas las cosas, a pesar de que había perseguido a la Iglesia.
Tanto admiraba Pablo el amor de Jesús en la cruz, que no entendía cómo un cristiano puede menospreciar a otro. Si Jesús ha muerto por cada uno de nosotros cuando no lo merecíamos, ¿cómo puedo llegar a pensar que alguien no merece el esfuerzo de mi atención, de mis cuidados? ¿Cómo puedo subestimar o desdeñar a quien Cristo mismo ha honrado hasta el punto de dar su vida por él? Desde esta perspectiva, cada alma aparece como única e irrepetible; cada hombre, como la joya más preciada, como una perla única y preciosísima de valor infinito; cada persona, dotada de una dignidad que le hace merecedora de cualquier sacrificio. Así, por ejemplo, en su Carta a los Romanos, el Apóstol sale al paso de quienes despreciaban a los judío-cristianos porque aún cumplían los preceptos de la Ley: pues, si a causa de tu comida se entristece tu hermano, ya no andas conforme a la caridad. No pierdas a causa de tu comida a aquel por quien murió Cristo. «No pierdas’: dice: que no se descamine o, incluso, que no se corrompa por causa tuya ─por tu falta de prudencia, de criterio, de buen juicio, de sensibilidad, en definitiva, de compasión─ aquél que Cristo ganó con la entrega de su muerte en la cruz. Cuando despreciamos a alguien, desvirtuamos en la práctica aquello que Cristo ha hecho por él.
- ¡Qué importante es que los cristianos nos comportemos a ejemplo de Cristo, buscando imitarle! En una ocasión San Pablo recordaba a los de Corintio cómo el Hijo de Dios se había abajado por ellos: porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza (2 Cor 8, 9).
San Pablo se apoyaba en el amor de Cristo. Tan seguro estaba de la solidez de este fundamento que podía decir con razón que nada podía separarnos de ese amor: ¿quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? (…) Pero en todas estas cosas vencemos con creces gracias a aquel que nos amó (Rm 8, 35-39). Realmente el amor de Cristo hacia el cristiano no tiene límites. Y hemos de configurar la existencia entera en relación con ese amor. ¿Se puede decir que nuestro querer es tan fuerte que nada lo separa de los demás: tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada, muerte, vida, ángeles, principados, cosas presentes o futuras, potestades, altura, profundidad, o cualquier otra criatura? A la luz de estas palabras de San Pablo resulta fácil preguntarse si verdaderamente los demás pueden esperar todo de nosotros y que no hay nada que nos separe de nadie.
Se puede decir que en los Apóstoles la identificación con el amor de Dios tuvo por modelo la experiencia concreta del amor de Cristo, que dio su vida por nosotros en la cruz, y que volcó su misericordia y compasión por cada persona con multitud de detalles. Hay muchos ejemplos de las penalidades que soportaron los Apóstoles para atender a las comunidades cristianas, pero quizás basta reseñar ahora estas palabras dirigidas por San Pablo a los de Tesalónica en las que expresaba su deseo de darse en holocausto por ellos: “movidos por nuestro amor, queríamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, ¡tanto os llegamos a querer!” (1 Tes 2, 8).
También Benedicto XVI animaba a los cristianos a seguir el ejemplo del Apóstol: «San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de la reconciliación, de la Cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también nosotros debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad del amor, y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar [a nosotros mismos] para entrar así en la fuerza de Dios. Todos debemos formar nuestra vida según esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20)» (Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 29-X-2008).
La paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, custodie sus corazones y sus pensamientos, en el conocimiento y en el amor de Dios y de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Y la bendición de Dios todopoderoso, del Padre, del Hijo + y del Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y permanezca para siempre.
Padre Miras
