LA TEOLOGIA DEL CUERPO: LA CREACIÓN DE LA MUJER

“La mujer, en cierto sentido, es creada a base de la misma humanidad. La homogeneidad somática, a pesar de la diversidad de la constitución unida a la diferencia sexual, es tan evidente que el hombre (varón) despertado del sueño genético, la expresa inmediatamente cuando dice: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona porque del varón ha sido tomada» (Gén 2, 23). De este modo el hombre (varón) manifiesta por vez primera alegría e incluso exaltación, de las que antes no tenía oportunidad, por faltarle un ser semejante a él. La alegría por otro ser humano, por el segundo «yo», domina en las palabras del hombre (varón) pronunciadas al ver a la mujer (hembra). Todo esto ayuda a establecer el significado pleno de la unidad originaria. Aquí son pocas las palabras, pero cada una es de gran peso. Debemos, pues, tener en cuenta, y lo hacemos también a continuación el hecho de que la primera mujer, «formada con la costilla tomada del hombre», inmediatamente es aceptada como ayuda adecuada a él” (Catequesis del 7 de noviembre 1979).

La antropología de Juan Pablo es profundamente bíblica. Se ancla de modo especial en los primeros capítulos del libro del Génesis. Después de haber aclarado cómo el cuerpo expresa la persona en la visión originaria del hombre, ahora se centra en el relato del capítulo segundo del libro, de redacción yahvista, que habla de la creación del hombre y de la mujer, en un contexto diferente del capítulo primero. En el capítulo segundo Adán es creado primero y no encuentra una ayuda semejante a él en el resto de la creación. Entonces es cuando Dios actúa de nuevo de modo poderoso con la creación de la mujer. Juan Pablo II reconoce que la mujer “es creada en la base de la misma humanidad”. No hay distinción de dignidad entre el hombre y la mujer. El hecho de que el relato del Génesis coloque antes la creación del hombre, no quiere decir para nada que posee una dignidad mayor. Incluso podríamos decir que una cierta relevancia de la mujer lo muestra el hecho de que ella es la última obra de la creación, como si fuera en un cierto sentido su culmen. En primer lugar hay una homogeneidad somática. Es cierto que hay una diferencia sexual, pero al mismo tiempo no menos cierto es que el cuerpo del hombre y de la mujer provienen del barro al cual el Señor les ha dado un aliento de vida con el soplo del espíritu. No se trata de contraponer hombre o mujer, varón o hembra, sino de reconocer en ambos una par dignidad con sexos diferentes y por ello también con tareas específicas que se complementan.


La expresión admirada del hombre que contempla casi con éxtasis a la mujer: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gen 2, 23). Adán reconoce que es hueso de sus huesos y carne de su carne, pero no es Adán: es Eva. Es un tú, no la introspección del yo. Con Eva aparece la alteridad como elemento constitutivo de la persona humana. Ésta no se constituye por su relación consigo mismo, aún necesaria y debida, sino en la relación con el “tú” de la mujer. La contemplación de Eva deja extasiado a Adán. Y no sólo por la belleza corporal de Eva, sino también por la posibilidad de entrar en relación con una alteridad que será fundamental en la comprensión de sí mismo. Eva es “ishá” (hembra o como traduce Juan Pablo II, varona) porque del varón (“ish”) ha sido tomada.


En la contemplación de Eva, Adán manifiesta alegría e incluso exaltación. Eva saca de la soledad a Adán. Y esta fuga del solipsismo es para Adán una verdadera liberación. El otro no debería ser para nosotros un infierno, sino una liberación. La mujer sin embargo no es sólo un instrumento o medio para la plenitud de Adán. Ella es un ser personal, fin en sí misma. También ella necesita la alteridad de Adán. También a ella le acecha la tentación del encerramiento en su propio ser sin la apertura al otro.
Al origen hay una dualidad de varón y de hembra, pero destinada a una unidad, a ser “una” sola carne. El dinamismo entre unidad y apertura al otro será constitutivo del ser humano. Será como una especie de juego polar en el que ambos elementos tienen que relacionarse de modo equilibrado para poder ser fructífero.


Esta página de la Biblia expresa una de las alegrías mas poderosas e íntimas del ser humano: el encuentro con una persona a la que se descubre como otro yo, un “tú” a quien poder amar. El otro abre la posibilidad de poder realizar el amor fuera de sí mismo, aunque luego ofrezca también una plenitud personal incomparable.
Este segundo capítulo es breve. Las palabras son escasas, pero el contenido es altísimo. No es necesario decir mucho en lo esencial. Y lo esencial en el ser humano es la apertura al amor. Cuanto más se da y se recibe amor, el hombre (y la mujer) se realizan con mayor plenitud. Para nosotros es una invitación a volver al amor primero. Si somos casados, al amor primero a nuestro esposo o esposa. Si somos sacerdotes o religiosos, volver al amor primero a nuestro gran amor que es Jesucristo y su Iglesia.
La mujer descubre a Adán la vocación al amor. Por eso se alegra y se regocija. Tanto la mujer como el hombre son llamados a ser reclamos de este amor santo, bueno, infinito, sin límites. Agradezcamos al Señor esta llamada fundante al amor. Si logramos amar, hemos conseguido todo. Si no lo logramos, hemos fallado como seres humanos. Pidamos al Señor esta gracia, la de saber dar y recibir el amor.

Del P. Pedro Barajón LC

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